Mi Emperador

El era mi Emperador” me dijo una señora señalando la portada del libro que yo estaba leyendo en el tranvía. El libro era El Emperador y en la portada aparecía Haile Selassie I, el último emperador de Etiopía.

Yo estaba a unas diez páginas de terminar el libro. Había comenzado a leer la descripción de la corte desde adentro y ya había llegado hasta la caída del imperio, en donde se contaba cómo habían sido los últimos días del emperador, cuando estaba en el palacio sólo con uno de sus súbditos.

Hasta ese momento mi imagen de H. S. era la de una persona autoritaria, que se mantenía en el poder mediante la corrupción y vivía aislado de lo que pasaba en el país. El pasaje del libro en el que esto quedaba más claro para mí era aquel en el que el emperador alimentaba con carne los leones que tenía en el jardín del palacio, mientras que en las calles de Abbis Adda las personas se estaban muriendo de hambre y al norte del país había una de las hambrunas más severas de los últimos años.

Seguí leyendo lo que quedaba de la página y cuando llegamos a la siguiente parada del tranvía no pude aguantarme la curiosidad y me apresuré a preguntarle a la señora cuál era su opinión del emperador. Desde su asiento ella me dijo con admiración que H.S. había estado adelantado a su tiempo y que había sido un gran gobernante.

El tranvía se estaba llenando y adelante había un grupo de personas se subieron hablando muy fuerte. En medio del ruido, yo no salía de mi sorpresa y no podía pensar bien qué decir.

Pero él estuvo rodeado de personas corruptas”, continuó. “La educación. Eso era muy importante para el”, dijo mientras tomaba el libro y lo hojeaba. “Es un gran libro”, concluyó y me lo devolvió.

Quedé más confundido que antes y no supe que decir. No podía confrontarla viendo que hablaba de su emperador de esa forma. No entendía cómo ella podía sentir tanta admiración y respeto por la misma persona que en el libro era descrita como alguien supremamente cruel y corrupto. Peor aún, no podía creer que a ella le gustara el mismo libro.

El tranvía alcanzó a recorrer unas tres paradas mientras yo trataba de pensar qué decirle. Ella seguía sentada leyendo, pero yo ya estaba cerca de la parada en la que tenía que bajar. No se me ocurría nada. No recuerdo si me despedí, pero me bajé con la frustración de haber conocido a un personaje real de una historia que unos minutos atrás me parecía de ficción y no haber sido capaz de preguntarle nada más.